Han dicho...

Es ejemplo de una nueva poesía trasatlántica como no se veía desde hace un siglo, en los tiempos del modernismo. 

 

José Emilio Pacheco.

 

 

 

Estos poemas de Daniel Rodríguez Moya han decidido hablarnos en voz baja. ¿De qué nos hablan? Más pertinente sería preguntarse qué esperan de nosotros estos poemas. Esperan que sintamos el miedo de las cosas, el eterno murmullo “envolviéndolo todo”. Pero también esperan nuestra complicidad: quien habla en voz baja pide que lo escuchemos, que nos acerquemos más a él. Que participemos de la comunión a la que siempre nos invitan los buenos poemas.

 

Eduardo Chirinos

 

 

Presentación del libro a cargo de José Ignacio Lapido

 

Presentación del libro a cargo de Javier Bozalongo

 

 

 

 

 

Daniel Rodríguez Moya. Gestos.

 

Lo que hace singular a un libro como Las cosas que se dicen en voz baja es su capacidad para generar interrogantes y expectativas que reflejen las huellas digitales del presente. Su autor, Daniel Rodríguez Moya, nació en Granada en 1976. Su labor creadora se compone de los poemarios Oficina de sujetos perdidos, El nuevo ahora y Cambio de planes, que han propiciado su inclusión en muestras como Poesía ante la incertidumbre. Además ha preparado aproximaciones al mapa lírico nicaragüense y una antología de Ernesto Cardenal.

El título de su último poemario, reconocido con el Premio de poesía Ciudad de Burgos, es un eco de un conocido verso de Ángel González: “Me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja”. Predomina en estas composiciones un tono existencialista que en su inicio está ligado al sentido de la palabra poética, a su esfuerzo por dialogar con lo esencial de las cosas que hallan puerto franco donde guarecerse, cuando la confusión pone telarañas sobre el pensamiento.La realidad se muestra fragmentaria, oculta la claridad del sentido y siembra indicios en un desorden manso que difumina el itinerario de la conciencia. La intuición es esencial para captar el murmullo de fondo que encubre los gestos cotidianos.
   Si en el primer tramo, los versos formulan sentimientos e ideas sobre las palabras, en el siguiente apartado, "Apuntes para un retrato generacional”, irrumpe el rumor inquieto de lo social. El yo poético no es un sujeto abstraído frente a las formas vivas de la realidad ambiental; las palabras se adaptan a las circunstancias externas, ya sea el lento declinar del exilio, tras la guerra civil, o la situación dramática de la pobreza que busca en los raíles hacia el norte un camino de esperanza. Los versos,descriptivos y testimoniales, aportan relumbres de esperanza en rincones aparentemente desconectados entre sí.
   Frente a la zona umbría de lo real, llena de óxido y aristas, existe un espacio diáfano y habitable, no contaminado por la fragilidad, en el que sucede el hecho extraordinario de la normalidad –del que tanto escribiera Jorge Guillén-, que depara sensaciones gozosas y propicia versos celebratorios. Abunda esta visión auroral en el último tramo de Las cosas que se dicen en voz baja. Pero, como sucede en apartados anteriores, los hilos temáticos no son uniformes; está el amor, esa felicidad con tacto de lluvia, y está la muerte, en el hombre tendido en la playa, con los labios morados y los ojos sin luz. A veces la celebración se hace homenaje al recrear los años infantiles, una cronología edénica llena de puentes hacia la felicidad, o se torna gratitud hacía el magisterio poético de Claribel Alegría, la gran poeta nicaragüense.
   Eduardo Chirinos, José Emilio Pacheco, Gonzalo Rojas, César Vallejo, Roque Dalton… Casi todo el paratexto del poemario alude a la copiosa tradición lírica transoceánica. En ella encuentra Daniel Rodríguez Moya amistades y magisterios, para hablar en voz baja, con esa calidez sostenida que ensancha la libertad creadora.

 

 


José Luis Morante

(Puentes de papel) 

 

 

 
 

 

Las palabras, a veces

 
 
 
¿Cómo buscar sentido en un mundo que invita a no hacerlo? ¿Cómo aferrarnos a la certeza del presente, cuando el pasado martilla sobre cada paso?  Y sin embargo, ¿cómo desconfiar del presente si el pasado no existe más y no podemos llegar a tocar el futuro?

Están aquí los días de los interrogantes comienza uno de los poemas de este libro que ya desde sus primeras páginas se convierte en un libro de búsqueda, de inquietud y asombro. Con la sensibilidad de quien nota las pequeñas piezas, muchas veces invisibles, de un rompecabezas tal como es el mundo, Daniel Rodríguez Moya nos presenta su nuevo poemario, Las cosas que se dicen en voz baja cuyo título es ya perfecto para los poemas que se encuentran en él.  Publicado por la prestigiosa editorial Visor, y ganador de la XXXIX edición del Premio Internacional de Poesía Ciudad de Burgos, este libro abre la brecha del supuesto equilibrio del mundo y nos invita a recorrer una serie de acontecimientos de índole histórica, personal, filosófica, literaria, tecnológica, que de modos diversos, están tocados por inestabilidad y cambio.
 
La primera parte del libro En voz baja, habla de las palabras y la facilidad con la que éstas transmutan su sentido para convertirse en algo más. La inestabilidad del mundo, también se encuentra en los conceptos.
 
 
                               Alguien lee libertad y levanta murallas,
                               fronteras insalvables y prohíbe
                               el paso en un camino
                               o lo llena de zanjas.
                               Edifica una cárcel con guardianes
                               y quema algunos libros por si acaso.
 
 
 
Pero también el silencio es capaz de transformarse en palabras, lo no dicho puede englobar mucho más de lo que se piensa, puede revelar cuestiones que las palabras no podrían hasta al grado de crear aforismos.
 
                                      
                                Y entonces entendió lo que no dijo:
                                la vida son hogueras en medio de la noche.
                                Al apagarse, deja rastros de humo
                                que nadie puede ver, pero se intuyen.
 
 
La inquietud del poeta granadino hacia el constante devenir del mundo actual, hacia las interferencias del día a día puede encontrarse, por ejemplo, en los siguientes versos:
 
 
                    Estamos obligados al tacto de lo efímero,
                    a escuchar un murmullo y a no entender las frases.
 
 
Pero los cambios y la incertidumbre no se dan en el mundo solamente, sino en nuestro propio ser. ¿Somos los que éramos ayer? ¿Nos alejamos de lo que realmente somos con el paso del tiempo? ¿Qué es el miedo sino algo que nos va carcomiendo?
 
                      
                    Me cubro hasta los ojos, como cuando era niño,
                    hasta que llega el sueño
                    y esas voces que inquietan
                    se pierden en el cuarto entre la ropa
                     que me pondré mañana cuando sea menos yo.
 
 
 
Nos encontramos también ante la desolación de una realidad tecnológica, cada vez más desinteresada por lo humano, cada vez más llena de incertezas. Es por eso que Daniel reconoce que sólo una búsqueda es lo que podemos obtener de la vida. Y siempre la perturbación al acercarnos a lo desconocido, de lo inasible.
 
                              
              Más que el miedo al silencio,
              el temor de sentir
              las cosas que se dicen en voz baja.
                                              
La parte medular del libro sin duda es el gran poema La bestia que habla sobre el tren de carga que conduce al sueño americano o al infierno. El también llamado tren de la muerte, atraviesa México y es abordado por migrantes que vienen tanto de Sudamérica y Centroamérica como del mismo México en el cual miles de personas encaramadas en el techo, arriesgan su vida por tratarse de una ruta tan peligrosa como lastimeras las condiciones del trasporte. A propósito de este poema, que se encuentra también en la antología Poesía ante la incertidumbre, en la cual Rodríguez Moya aparece junto con diversos poetas de diferentes países hispanohablantes, José Emilio Pacheco comenta que “es ejemplo de una nueva poesía trasatlántica como no se veía desde hace un siglo en los tiempos del modernismo”. Además, el tema tiene importancia fundamental para el México actual.
 
 
                            Nadie duerme en el tren,
                            sobre el tren.
                            Agarrados al tren
                            todos buscan llegar a una frontera,
                            a un sueño dibujado como un mapa
                            con líneas de colores:
                            una larga y azul que brilla como un río
                            que ahoga como un pozo.
 
 
En esta misma segunda parte Apuntes para un retrato generacional, Daniel se adentra a terrenos históricos, además del tema de la migración, encontramos la Guerra Civil Española en el poema Winnipeg, que lleva el nombre del barco que llegó a Valparaíso, Chile desde Francia con inmigrantes españoles por iniciativa del poeta chileno Pablo Neruda. Y otro poema nos lleva a la represión en El Salvador unida a la muerte de Monseñor Romero, la masacre de Mozote y la muerte del poeta salvadoreño Roque Dalton. Daniel Rodríguez Moya se pregunta cómo se puede caminar hoy por El Salvador sin recordar todo esto.
 
 
                Es hermoso el paisaje pero no estoy en él.
 
                Imposible borrar los cuerpos destrozados
                en las fotos que aún guardan en álbumes que gritan,
                el horror florecido en odio irracional,
                como es el odio a veces,
                igual que germinó también en el Mozote.
 
 
La conciencia social del poeta es visible en muchos otros momentos, así como su sensibilidad hacia el pasado y la memoria colectiva. Sin embargo, Daniel sabe que sólo  el presente nos pertenece.
 
 
                          Y comprobar
                          que igual que del pasado nada es mío
                          del futuro tampoco
                          quedará algo en mis manos.
 
 
Los mayas también aparecen en este poemario y abren la tercera sección La mitad de lo que conozco donde resulta interesante y fundamental el interés del granadino hacia América, tomando en cuenta que muchos poetas americanos, lo que hacen es justamente  esquivar esta mirada. Posteriormente, en el poema A un poeta loco, y con unos bellos versos, cobra sentido la celebrada frase de Horacio carpe diem quam minimum credula postero.
 
 
                            pero entiendes que el sol cada mañana
                            es un grave reproche
                            por haber malgastado tantos atardeceres.
 
 
Pocas cosas han preocupado más al hombre que la memoria; recobrar el pasado justo como fue, reconstruir los fragmentos de los recuerdos más preciados.
 
 
                          Así son los recuerdos,
                          como hilos de tiempo que están desanudados.
                          Forman parte de un puzzle
                          imposible de armar, siempre con huecos.
                          Y a pesar de lo inútil del esfuerzo
                                 insisto en encontrar cómo encajarlo.
 
 
Me gustan los poemas y me gusta la vida es la cuarta y última sección del libro. Y no sólo eso, son las palabras de Ibis Palacios, una pequeña que asistía al taller de poesía de Ernesto Cardenal en Managua, mientras un cáncer terrible la devoraba. De esto nos habla el poeta.
 

 

       Pintas los peces del Río San Juan
       con ojos tristes
       pero aprietas el lápiz a la vez que tu gesto
       con tanta fuerza.
               (…)
       Perfilas también pájaros y espantas
       el vuelo amenazante de un negro zopilote
       que aguarda como el cáncer
       a comerse tu cuerpo que juega junto al agua.
 
 
 
Leer Las cosas que se dicen en voz baja, es atreverse a entrar al terreno inestable de las verdades incómodas, en boca de uno de los pocos poetas actuales, que además de poder hablar de su mundo interno, tiene una filosa preocupación social, que va desde lo histórico hasta lo filosófico y que resulta tan necesaria en nuestros tiempos. Daniel Rodríguez Moya no duda en cuestionar las cosas que se dicen en voz baja. Y eso se agradece.
 
 
Andrea Muriel
 
 

 

En voz baja


Las cosas que se dicen en voz baja es el último poemario del granadino Daniel Rodríguez Moya, uno de los autores recogidos en la antología Poesía ante la incertidumbre (Visor, 2011). Compuesto por 40 poemas distribuidos de manera asimétrica en cuatro partes (En voz baja, Apuntes para un retrato generacional, La mitad de lo que conozco y Me gustan los poemas y me gusta la vida ), en él se aborda la problemática de un yo cuya vida es un tránsito continuo entre las dos orillas del Atlántico. Esta peculiar condición aflora por los cuatro costados tanto a base de citas que conectan ambas realidades de nuestra lengua y de nuestra literatura como a través de una selección léxica que confiere singularidad al conjunto, no solo por la rica presencia de topónimos, orónimos, hidrónimos y antropónimos de indudable sabor americano sino también por el empleo de vocablos como chilamates, zopilote, cotona, guardabarrancos, filoso, maquiladoras, maquilas... La armazón de los poemas se sostiene, por tanto, en el tono a media voz, casi de susurro al oído, con lo que tan importante como lo que se dice es aquello que se calla, incluso en aquellos poemas en los que se apuesta más decididamente por una dimensión ética irrenunciable (La Bestia, El corazón de un hombre fusilado, Las visitas del comandante o Ideología ).

 

 

Francisco Onieva

Cuadernos del Sur (Diario Córdoba)

 

 

 

Un murmullo envolviéndolo todo

 

La palabra del poeta se nos transmite siempre en voz baja. Para alzarla se bastan los políticos y los vocingleros. Si la política es voz pública, la poesía es cada vez más una aventura privada y solitaria, para el poeta y para el lector. El granadino Rodríguez Moya atiende a las palabras para captar el sonido de las verdaderas, las que se nos filtran en voz baja. Sabe de la dificultad de la palabra apropiada y de sus disfraces, de sus artificios, desfiguraciones y máscaras ocultadoras de su verdadero significado. «No es fácil escoger el nombre de las cosas», porque ese nombre puede llevarnos por caminos inesperados: «Digo lejos y siento cómo el mar / se desborda en un cuadro».

Los disfraces de las palabras nos conducen por las sendas del desconocimiento: preguntas sin resolver, respuestas que nada comunican, sonidos que no traen el sentido de las cosas y que resultan tergiversaciones: «Alguien lee libertad y levanta murallas, / fronteras insalvables»; como dice el poeta, «las palabras, a veces, se pierden, las disfrazan, / nos confunden, ignoran su sentido». Por otro lado está el murmullo, el ruido que impide entender el significado certero: «Siempre ha habido un murmullo envolviéndolo todo, un ruido permanente» que es el que impide oír el silencio y «las cosas que se dicen en voz baja». Por todo lo dicho, el poeta huye del ruido, de la palabrería y el desorden, de las «frases torpes y oscuras, sin sentido», de una «poética a la que intento no aplicarme». No en vano fue uno de los componentes de la desafortunada antología Poesía de la incertidumbre (2011), manifiesto en favor de la poesía clara y cercana.

Muy diferentes son los asuntos de las otras tres partes del poemario. Los Apuntes para un retrato generacional recuerda las guerras, la pobreza, la locura de una generación, y de las anteriores y de las que siguen. Otro titulado Raquel mira las huellas de Acahualinca alude a la poeta Lanseros. Quizá los poemas de mayor interés son los que versan sobre los recuerdos, «hilos del tiempo que están desanudados», «puzzle imposible de armar», «memoria reinventada».

Uno de los más sugerentes es Tras la puerta, poema en el que el poeta torna al escenario de la infancia para constatar elegíacamente la pérdida, la ausencia. A otros niveles, en su poética del orden, la claridad y el entendimiento, el poeta adopta el ritmo endecasilábico en versos de distintas medidas pero sujetos a concierto.

 

José Enrique Martínez

Diario de León

 

 

Las cosas que se dicen en voz baja

 

Las cosas que se dicen en voz baja (“Premio Ciudad de Burgos”, Visor 2013,) es el último libro de Daniel Rodríguez Moya: Están aquí los días de los interrogantes/ de las horas que asedian como lobos,/ del insomnio voraz de rojo intenso. Y, sobre todo, está aquí el compromiso en su forma poética más sincera.

 

El compromiso con los desheredados de este mundo y con los más débiles de un mapa que no es de geografías sino de la esperanza. Hacia allí donde el déficit de esperanza tiene nombre y rostro, un verso de Daniel nos dirige con un dedo que no sólo apunta sino que toca y se deja afectar.

 

Cuando algunas cosas carecen de nombre y de voz, que es carecer de existencia y dignidad a los ojos incluso de uno mismo, hay que señalarlas con el dedo (parafraseando una cita de García Márquez incluida en este libro). Por eso Las cosas que se dicen en voz baja no tiene miedo a poner en palabras las realidades que deberían darnos miedo por amenazantes e injustas. Y sí da cuenta de la urgencia que sentimos ante esas cosas que se dicen casi temblando, un murmullo descoyuntado que alguna vez tomará cuerpo y pondrá sobre la mesa las verdades y justicias que, ya dichas y calientes como pan sobre la tabla, no admitirán escapatoria ni prórroga:

 

Siempre ha habido un murmullo envolviéndolo todo,

un ruido permanente.

 

Más que el miedo al silencio,

el temor a sentir

las cosas que se dicen en voz baja.

 

 

Daniel Rodríguez Moya escribe desde una conciencia que trasciende el ámbito español para hacer suya la perspectiva hispanoamericana. No sólo en cuanto a los temas y preocupaciones éticas que se abren en sus poemas, sino también en la asimilación plena de un estilo y un vocabulario mestizo y liberado de lo preconcebidamente poético.

 

Si poesía es una forma de decir algo que no puede decirse más que en la forma en que se dice, esta obra transcurre dejando que el fondo actúe sobre los versos, su ritmo, sus rupturas, su color. Es decir: aunque no de forma plana ni evidente, un buen puñado de poemas toma conciencia de cuantas cosas querríamos decir y no siempre es posible; de cuanto al lenguaje se le escapa porque querríamos ir más allá, tener más respuestas y no siempre vamos ni siempre las tenemos; de cuantas palabras no retornan al hueco de mundo –el poeta- del que partieron.

 

Aunque en la última parte, Me gustan los poemas y me gusta la vida, el libro se hace más transparente y abierto, más inmediato, con poemas en que los amigos y las personas más cercanas al poeta (y pensamos que también a la persona del poeta) toman todo el protagonismo, echo en falta algo de luz. Una cierta resignación y una cierta sordina me impiden alzar el vuelo y reafirmarme en una esperanza y un convencimiento del que estoy seguro parte también el poeta (y la persona) de Daniel. Auqnue es posible que este efecto de contención sea pretendido por el buen oficio del poeta, uno desearía al menos una celebración del compromiso mismo y de la conciencia misma que rompan cierta neblina gris en el decir de estas cosas. Pero señalo esto desde la amistad y la misma conciencia crítica a la que Daniel nos urge y nos emplaza. Porque este excelente libro, más que nunca, es necesario en tiempos en que cerrar los ojos es una tentación para el arte y la medra.

 

Lo recomiendo y me alegraría que páginas así se abrieran ante muchas miradas.

 

Antonio Praena

El Atril

 

He leído el poema La Bestia de Daniel Rodríguez Moya

 


Leo el poema “LA BESTIA” de Daniel Rodríguez Moya y su lectura me traslada irremediablemente a las generaciones del 27 y 36, donde hice mis lecturas más enriquecedoras, después de su lectura viene bien hacer un recorrido generacional para situarnos antropológicamente, sobre una franja de tiempo que se desarrolló en dos vertientes paralelas, la de la poesía pura, y la de la impura.

Corría el mes de diciembre de 1927 cuando un grupo de amigos se reunían en el Ateneo de Sevilla para rendir tributo a Luis de Góngora, con motivo del tercer centenario de su muerte. Pocos pensarían en aquel momento que de aquella reunión surgiría una de las generaciones más importantes de poetas que ha dado este país, la generación del 27, toda una constelación de autores brillantísimos, que harían de su tiempo la llamada edad de plata y conquistarían para España el cuarto nobel de literatura con la obra de Vicente Aleixandre.

Esta generación supo integrar lo nuevo, lo culto y lo popular. Aceptan la herencia literaria y buscan la innovación en su primera etapa haciendo una poesía novedosa, deshumanizada, más en la línea Juanramoniana y gongorina. Esta generación fue la única  que como grupo compacto transitaría las dos vertientes que ha venido mayoritariamente polarizando la poesía desde la generación del 98, la poesía pura , que propugnaba Juan Ramón Jiménez, con una poesía deshumanizada, lejos de sentimentalismos, reducida a su esencia.

 En la otra vertiente, encontramos la poesía impura, la de Miguel de Unamuno y don Antonio Machado, que busca la humanización y el bien social. A finales de 1929 y aquí parece que coinciden todos, el grupo pasa a la otra vertiente, a la de la poesía impura que busca la humanización y el compromiso social. Fue aquí en esta vertiente impura donde Dámaso Alonso, con “HIJOS DE LA IRA” daría el puñetazo más firme –poeticamente hablando- que se halla dado en la generación del 27, dinamitaría los barrotes del soneto con un verso libre, coloquial, y desgarrado. 69 años después “HIJOS DE LA IRA” sigue más vigente que nunca y a él vuelven los poetas como Daniel Rodríguez Moya que creen la poesía social como medio para dignificar al ser humano.  Al hilo de esto viene como anillo al dedo recordar lo que en su día dijo González de Lama:

     “Es necesario repetir que la poesía es, ante todo, hombría. Y que vale más el hombre que el poeta. Y que están muy bien esos versos delicados y sutiles, hechos de imágenes bellas, de conceptos ingeniosos, de palabras cargadas de finas alusiones, de meliflua y sabrosa musicalidad. Pero todo eso se apaga cuando resuena la voz enérgica y poderosa que nos habla, o nos canta, o nos increpa, desde las más hondas oquedades del hombre mismo. No al hombre abstracto, al animal racional, sino a este hombre que vive y vibra… Dámaso Alonso ha humanizado la poesía y descubierto las realidades más hondas del hombre: la muerte y Dios. Lo habían descubierto ya los filósofos más vigilantes. Pero era necesario – para que el hallazgo fuera eficaz- que lo descubrieran los poetas.”

     “Por eso es apetecible hallar en la poesía moderna un poco menos de forma y un poco más de vida, menos metáforas y más grito. Menos perfección estilística y más vibración anímica. Vida, vida, vida. Que sin vida todo está muerto.”

 

La generación del 36 es la más emblemática y donde más divergen las opiniones a la hora de tratarla, incluso se ha cuestionado su existencia. -Cuestionar si existió  o no,  la generación del 36, es como cuestionar si existió o no, la guerra civil-. Esta generación con una larga lista de autores valiosísimos, es la que más marcada tiene la línea divisoria  de las dos vertientes  que vengo haciendo referencia, la pura y la impura, los autores de la vertiente pura, los llamados garcilasistas, poco o nada tienen ya  que ver con la poesía que proponía Juan Ramón Jiménez, o la novedosa y artística de la generación del 27. Santiago Fortuño hace la siguiente valoración:

        Los juicios que, a través de estos años, se han formulado sobre el Garcilasismo pueden servirnos para situar en su punto lo que supuso y supone hoy este movimiento poético de la inmediata postguerra. En general, se vierten sobre el mismo valoraciones desfavorables que se pueden sintetizar en el alejamiento de la realidad concreta que se vivía en la década de los cuarenta por parte de los temas excesivamente “dulzones” (la palabra dulce es clave en esta época) y un ropaje retórico y formalista mediante el cual el sistema político se expresaba. Se intentaba producir emociones, sentimientos fervientes (pathos) que conllevaban a la par una determinada cosmovisión e ideología, conformadores a su vez  de unas pautas de conducta (ethos).

Este grupo de poetas –eludo dar nombres- como bien dice Santiago Fortuño,  escribieron alejados del dolor, de espaldas a la realidad que se vivía en la España de postguerra, ignorando todo el drama humano que se padeció en aquellos años. los temas recurrentes, el amoroso, el paisajístico y un marcado existencialismo religioso. Sin entrar en tintes políticos, ni pasionales, es innegable su valía, la belleza rítmica y armoniosa que nos dejaron sobre todo en el molde de la estrofa italiana.

 

En la otra vertiente  de la poesía llamada impura, emerge un ramillete de poetas, de tal calado humano y social, que eclipsó, eclipsa y no sabemos  hasta cuando seguirá eclipsando la poesía de este país. –De Miguel Hernández dijo Leopoldo de Luis: fue como una flor en un peñasco no se volverá a repetir­-. Si antes hablaba de la importancia, del puñetazo que dió Dámaso Alonso, en la mesa de la generación del 27, los que asestaron Hernández, Celaya y Otero, -generación del 36, por nombrar algunos-,  con una poesía personalísima, comprometida, tremendamente viva y humanizadora, aun silva su eco entre nosotros. De esta generación en su vertiente impura dijo Ildefonso Manuel Gil, en el simposio de Syracuse, en 1968:

     “Quienes por entonces andábamos comenzando a escribir… Recibimos la influencia de toda aquella grandeza en el momento decisivo de la formación  de nuestra personalidad literaria…Nuestra participación en los hechos, a lo largo de 1930 y 1931, nos sacó del magisterio inmediato de la generación del 27, para llevarnos hacia Unamuno, hacia Antonio Machado, hacia Ortega, y nos apartó de la brillante y gozosa tentación del juego poético y literario, para acercarnos a la integridad del hombre de carne y hueso. Solidarios con éste, quisimos decir la verdad; responsables ante nuestra condición de escritores, quisimos decirla de la mejor manera posible.”

Esta generación supo ennoblecer la poesía, calar en el sentimiento humano, con una poesía más humanizada, frente al concepto de puritanismo. –Juan Ramón Jiménez dijo yo escribo como habla mi madre-. Estos poetas si que supieron escribir y sentir como habla el pueblo. Si en la generación del 27, de la mano de Vicente Aleixandre conquistó el 4 premio nobel de literatura para España, no fue menos la generación del 36, y de la mano de Camilo José Cela llegaría el 5 premio nobel.

 

 Una cosa no podemos omitir, refiriéndonos a estas dos generaciones, es el hecho de la contienda civil, no hay que olvidar que estas generaciones sufrieron los efectos violentos de la guerra, por lo que es normal que  tengan muchos puntos coincidentes a la hora de abordar y trasmitir la zozobra que se vivía. Coincido con los que dicen que la tragedia de la guerra civil, el dolor y la consiguiente pérdida de la democracia, creó un campo fértil para la poesía social, sin duda que ejerció cierto magnetismo sobre los poetas más comprometidos, incluso allende las fronteras. Pero una cosa no invalida la otra, y estas generaciones nos han dejado la poesía de más calado humano, profunda, comprometida, social y valiosa que se halla hecho en España.

     Después llegaría la generación del 50, los llamados hijos de la guerra, que siguieron el camino de sus predecesores cultivando  una poesía humana, social y solidaria, ésta ha sido una generación de poetas generosos y sufridores, asumieron el momento que les tocó vivir con una poesía conciliadora que tendió la mano a las dos Españas y supo denunciar la esclavitud del hombre subyugado al patrón y al temor, con un léxico accesible y coloquial.

     A finales de los sesenta y con aires de ruptura, llegarían de la mano de José María Castellet, la antología “Nueve novísimos poetas españoles”, -generación del setenta-, al principio parecía que iba  a ser la ruptura con lo heredado por parte de los más rebeldes, haciendo una poesía novedosa, lejos de sentimentalismos, enmarcada en ambientes refinados, haciendo exhibición de un bagaje cultural alto. Pero lejos de contagiar a sus coetáneos y expandir aquel modernismo del que hacían gala, esgrimiendo nuevos estilos, la realidad fue bien distinta y aquel amago modernista pronto quedaría ahogado en el intento. Sus autores con el paso de los años irían volviendo  a una realidad más sobria.

Hoy desde la distancia, lo que si podemos decir de esta generación, es que se produce una ligera difuminación de esa marcada línea de las dos vertientes, en referencia a la poesía pura e impura. Aunque  al principio se siguen haciendo visibles esas dos vertientes, son  bien distintas las entonaciones,  de un lado están los que buscan hacer una poesía más moderna y culta, -que bien podríamos llamar, poesía de autocomplacencia-, al otro lado están los que no comulgan con los postulados novísimos y continuaron haciendo una poesía más clásica, cultivando  el soneto y con ciertos tintes sociales.

 En su día, “José Olivio Jimenez, publicaba un artículo en la revista Ínsula, (número 288, 1970)  “nueva poesía española”, donde terminaba diciendo que la antología era “un episodio más de la juerga intelectual Barcelonesa”. También “Jiménez Martos hacía un  “panorama del año poético”  y lanzaba una punzante alusión a los jóvenes novísimos: el cernudismo, un tanto atenuado (cernudismo  blanco), así como la enseñanza de Pound y de su discípulo Eliot, junto con exquisiteces voluntariosamente decadentistas, ocuparán la orientación de algunos jóvenes poetas que, según se ha dicho y repetido quieren sustituir, han sustituido, la berza por el sándalo”.

      Cuarenta años más tarde son muchas las voces que se levantan en contra de la poesía que se ha venido  haciendo desde la muerte de Blas de Otero, -poesía pos Otero-. Hace unos días  en un acto literario decía Francisco Domene, “no he escuchado en todos estos mítines, discursos y protestas que desde el 15 M se vienen sucediendo ni una sola referencia a poetas u obras de estos últimos cuarenta años, y aunque en muchos casos se ha hecho una poesía literariamente correcta, esta ha resultado ser inútil y estéril”. Con el mismo tono se manifestaba Antonio Colinas, -uno de los poetas  afines a los novísimos-, en la entrevista realizada y publicada por Reinhard Human Mori, en el diario peruano Expreso, 2.IV.2010 y en la revista Ginebra Magnolia, 7-6-2011, donde dice en un pasaje de la entrevista: “Ya que estos años en España hemos tenido una poesía muy hueca, muy plana”.

     Escuchando las muchas voces que se levantan contra la poesía de estas últimas décadas y con la perspectiva  que nos da el tiempo trascurrido, lo que podemos percibir  de los novísimos, es que lejos de esa ruptura, o avance novedoso  que se anunciaba, lo que se produce es un estancamiento y la pérdida del camino que  trazaron y fueron evolucionando hacia una poesía más humanizada las generaciones precedentes y que como bien dice Juan Carlos Mestre, nunca se debió abandonar.

La generación  de los ochenta es conocida bajo el denominador común: “poesía de la experiencia”. Esta  generación, sin que se produzca una ruptura radical con la poesía que les precede, sí que va gestando una nueva forma de proyectar la poesía. Su sensibilidad lírica les acercará al sentir común de la contemporaneidad que les ha tocado.  Es una generación de autores muy disímiles  donde cada uno sigue su propio camino instintivo. A diferencia de los Novísimos que hacían gala de un exhibicionismo cultural y buscan en la metapoesía destilar el lenguaje a su más pura esencia. Éstos apuestan por lo cotidiano en un tono intimista y coloquial. En 1983, los poetas granadinos, Luis García Montero, Álvaro  Salvador y Javier Egea, -no comulgando con la generación que les precede, “los Novísimos”, ni con la etiqueta que les acuna bajo el umbral de “Poesía de la experiencia”-,  firmarán el manifiesto poético, “La otra sentimentalidad”, y defienden la necesidad de hacer una poesía más acorde a su tiempo, una poesía que no pierda el contacto con la voz de la calle y los sentimientos. En definitiva  se trataba de hacer una poesía más humanizada, con un léxico coloquial    que conecte con la colectividad. Estos poetas darán un paso atrás para apoyarse en las generaciones del 27, 36 y 50 tomando como guía los versos de Alberti, Gil de Biedma y Ángel González entre otros.          Cultivan una poesía de corte amoroso y aun que se interesan por la crítica social, ésta es ejercida casi siempre a través de artículos.

Treinta años más tarde,  ya en las generaciones presentes, Daniel Rodríguez Moya,  -generación 2000-, da un paso atrás para apoyarse en las mismas generaciones que en su día hicieron los firmantes de aquel manifiesto, “la otra sentimentalidad” y lo hace con mucha más contundencia y convención que lo hicieran sus paisanos, Daniel no quiere quedarse a medio gas y apuesta por una poesía que humanice y tome conciencia de la realidad del hoy. Bien sabe Daniel Rodríguez Moya que el poeta tiene el deber intransferible, moral y ético de ser el cronista social de su tiempo, el poeta no puede ignorar lo que sucede a su alrededor ni escribir de espaldas a la realidad. Se apoya Daniel en los versos de Dámaso Alonso, y vuelve  a rehumanizar la poesía con un verso de gran calado humano y social, poesía comprometida que ennoblece y dignifica.

En este arco de tiempo, la línea de las dos vertientes a las que he venido haciendo referencia, -poesía pura e impura-, a partir de los Novísimos se empieza a difuminar con una poesía – como dice Antonio Colinas- muy hueca, muy plana. Nos inunda estas últimas décadas una poesía de corte amoroso muy escorada al erotismo, poesía en muchos casos de autocomplacencia que no responde en nada al estado cronológico de nuestro tiempo. Pero cuando el poeta se interesa por el bien social, por la colectividad, por abordar los temas que preocupan al ser humano, ahí está la poesía impura, donde vuelven los poetas valientes que cantan desde las profundas oquedades del alma y donde vuelve Daniel Rodríguez Moya, con poemas como “La bestia”.

Fragmento del poema “La bestia”: Queda atrás Guatemala,/ Honduras, Nicaragua, El salvador,/ un corazón de tierra que late acelerado./ Las gentes congregadas muy cerca de la vía/ con un trago en la mano,/ el olor afritanga y a tortilla /como si fueran fiestas patronales,/ esperando el momento para subir primero,/ y no quedarse en el andén del polvo,/ montar sobre “la bestia”, en el “tren de la muerte”/ o esperar escondidos adelante,/ en los cañaverales,/ con un rumor inquieto./ Y esquivar a la migra/ para poder entrar/ en la parte delgada de los porcentajes,/ en el cuatro por ciento que, aseguran,/ llega al fin del trayecto más o menos con fuerza para cruzar el río./ Después habrá silencio durante todo el día,/ un silencio asfixiante,/ como un arco tensado que no escogió diana/ y una tristeza/ de funeral sin cuerpo/ y paz de cementerio./ Es mejor no pensar en las mutilaciones,/ en la muerte segura que hay detrás  de un despiste.   

 

El poema “La bestia” fué uno de los galardonados en los “premios del tren” 2010.

Pertenece al libro, “Las cosa que se dicen en voz baja”, editado por la editorial Visor 2013, con él que obtuvo  Daniel Rodríguez Moya, el ( XXXIX )  premio de poesía Ciudad de Burgos.

 

Martín Torregrosa

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